A veces siento que voy por la cornisa de la vida. De un lado
todo lo que conozco, lo que no me trae sorpresas, lo que mis pies pisan sin
mirar, y del otro lo abismal, lo que no me atrevo ni a mirar por miedo a
marearme. Y yo camino por ahí, entre dos mundos.
Hay en mí un espíritu aventurero, que me dice que queme las
naves, que confíe y me arroje a vivir lo
desconocido. Que lo que aprendí de memoria aburre. Que la vida es corta, que el
disfrute está en lo nuevo, en lo inédito. ¿De quién será eso? ¿De mi madre? ¿De
mi abuela?
Y también tengo mi parte de pies en la tierra. Me gusta
transitar por los caminos que conozco. Saber de antemano el resultado de lo que
estoy haciendo. Estar convencido que lo que hice antes y resultó, también va a
funcionar ahora. Eso sí lo reconozco de mi padre, de sus denodados esfuerzos
por tener todo bajo control y de preferir siempre el terreno conocido al que se
está por descubrir.
Parece que yo convivo con ambos y voy con cuidado por esa
cornisa, pisando a veces más adentro y más confiado, y otras, caminando sobre
el aire.
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