jueves, 12 de marzo de 2009

Síntomas

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Dedicado a Reni

Cuando Isabel compartía su vida conmigo, yo gozaba de buena salud. No digo por esto que algunos días no sufriera por digestión lenta de celos o por malestares de confianza ciega. Pero era esporádico. ¿Quién no tiene de vez en cuando una acidez en los sentimientos?
Pero cuando su ausencia se instaló en mi casa, la enfermedad lo hizo también. Esa misma noche sufrí una rotura en los ligamentos cruzados de la autoestima, que todavía no cicatrizan. Pocos días después, estando en plena calle, se me manifestó un cuadro agudo de hipotensión afectiva, tal vez asociada a la falta de desayunos compartidos.
Yo creí que el trabajo, que me mantiene ocupados el cuerpo y la mente, me iba a proteger. Pero no fue así. En la mitad de la mañana, a eso de las diez, una anemia de besos telefónicos me debilitó a punto de tener que recostarme. Ninguna transfusión de ánimo de mis amigos me hizo efecto. A la vuelta del almuerzo, inesperadadamente, sufrí de violentos cólicos de tristeza frente a la foto sonriente de Isabel.
Dicen que los síntomas se agravan por la noche y debe ser verdad.
Casi siempre al acostarme una fiebre virósica de recuerdos no me deja alcanzar el sueño. Espásmos de mates en la playa, de amaneceres acurrucados, de risas sin motivo, me sacuden todo el cuerpo.
Mañana empiezo la serie de estudios clínicos. Luego me dirán el tratamiento a seguir.
Pero no soy muy optimista: la medicina aún desconoce muchas enfermedades.