martes, 25 de marzo de 2008

Recuerdos

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Estoy mirando atardecer en la cocina de la casa de mi abuela Dominga. Mamá me dijo que a la vuelta de la escuela, en vez de ir a casa, viniera aquí. La taza de leche es grande y sin manijas y los pancitos con manteca y azúcar están doblados al medio. “Yo te hago los libritos, así no te ensuciás” me dice la Nonna. Nunca más vi a nadie hacer libritos de pan. Me gusta, pero estoy un poco triste. Porque es triste ver un atardecer invernal en el fondo de esa casa o tal vez por la ausencia de mi madre.
La casa de la abuela tiene rincones oscuros. La luz del comedor casi no se enciende y el reflejo de la cocina apenas lo ilumina. Me aburro esperando que mi mamá venga a buscarme. Le pido hilo a la Nonna, que me da un poco del que guarda para atar matambres y busco papel, marrón si se puede, para hacer un improvisado barrilete. Lo consigo en un armario, entre unos pocos periódicos. Yo sé que los barriletes no son así, mi papá dice que como ahora hay cables en la calle, los verdaderos no se pueden remontar. Le ato un hilo al papel y corro alrededor de la mesa grande entre la penumbra..
Si lo que encuentro es una bolsa de papel, mejor, la inflo y la reviento entre mis manos. Sé que la Nonna guarda esas bolsas para guardar cosas, pero igual no me dice nada. Sólo mira el reloj del comedor de vez en cuando.
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Es sábado o domingo, estoy jugando en el patio. Mi papá se trajo del negocio carpetas repletas de papeles para trabajar. No hay que molestarlo. Me encanta como tira los bollos de las hojas que va descartando en el suelo. Mucho más me gusta la lapicera nueva que tiene. Es una birome azul con punta plateada, escribe en un azul-violeta y con un “click” la punta se guarda. Mi mamá dice que a esas lapiceras siempre las termina perdiendo, pero ésta hace un tiempo que la tiene. No se la puedo pedir para hacer “click” porque la está usando.
Estoy pensando en los barriletes y aunque sé que no se pueden remontar por los cables, quisiera que mi papá me haga uno. Se lo pediría, pero está trabajando. Le voy a preguntar algo de los barriletes. No está bien que lo haga, porque se va a enojar. Dice que no lo dejamos trabajar.
Le pregunto: “¿Papá, qué forma tienen los barriletes?”, y me preparo para la reprimenda.
Para mi sorpresa, deja lo que estaba haciendo, toma unos papelitos abrochados para anotar (ahora veo que eran talones de recibos), hace “click” con su birome y me dibuja: la estrella, la bomba, el rombo y todos los que entran en ese diminuto papelito. Lo hace cruzando primero las líneas que representan las cañas y luego uniendo sus extremos. Me vuelvo a jugar al patio, más que contento con el papelito y la promesa (no dicha) que pronto haremos uno de verdad.
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La escuela está lejos. Si voy con mi mamá, por más que me apure no puedo seguirle el paso. Siempre camina así, esté apurada o no. Cuando me retraso, corro un poquito y me pongo a la par, siempre de la mano. Igual me encanta salir con ella. Sé cuando vamos a ir lejos porque se pinta los labios.Vamos a Lomas, por ejemplo, de compras. Me muestra como se pone rouge. De un saque se colorea ambos labios haciendo un círculo, me maravilla su pulso. Como ve que la miro con atención me explica: “Algunas mujeres se pintan un labio y cierran la boca para que se pinte el otro, pero la pintura queda opaca, así queda perfecto”.
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A veces los domingos a la siesta la abuela Susana nos lleva, a mi hermana y a mi, a caminar. Siempre quiero contar las cuadras que hacemos, pero me olvido por la mitad. Vamos por calles que no conozco y volvemos a casa por una dirección distinta a la que salimos. A ella le encanta encontrarse con conocidos. Los saluda cuando los ve en algún jardín y sino, golpea para que salgan. Al comienzo de la charla, la abuela nos presenta y tenemos que decir nuestra edad y cómo vamos en la escuela. Luego hablan entre ellos de vecinos que se murieron y enfermedades de todo el mundo. Un poco los escucho, pero al rato, le tiro del vestido a la abuela para que sigamos. “Esperá que tengo que decirle algo más”, me repite a cada tirón, hasta que logro (logramos) que siga caminando.
Hoy hay poca gente en la calle porque hace muchísimo calor. La abuela nos pregunta si queremos ir a casa de Celina, la madre de Damián y José. Le decimos que si, pero que nos gustaría más ir a tomar un helado. Damián y José hicieron su primaria en nuestra escuela y deben estar estudiando en otra parte, porque en el Sagrado Corazón de María, no hay secundaria. Lo extraño es que continúan siendo monaguillos (las hermanas tuvieron que hacer túnicas más grandes para ellos). Los domingos los vemos en la misa y luego se quedan conversando con la gente en la puerta, no sé para qué. Celina va muy bien vestida y sé que se queda para que la feliciten por los hijos que tiene.
Llegamos a su casa y nos recibe entre contenta y sorprendida. Entramos y nos sentamos en un patio cubierto por una parra llena de uvas. Celina le pregunta a mi abuela si queremos tomar algo. “Sí, los chicos querían tomar helado” dice la abuela Susana. Yo siento una vergüenza atroz y me arrepiento de haberle pedido ir a la heladería. Celina llama a Damian, le da plata y le hace el encargo. Comemos el helado cuando casi esta oscureciendo.